Un 31 de marzo, hace 12 años, el país se conmovía en sus entrañas. Fallecía Raúl Ricardo Alfonsín, aquel hombre que, a través del voto popular se convirtió en presidente de la Nación tras siete años de la dictadura más atroz y sangrienta que reconozca la historia argentina y bajo cuyo liderazgo se produjo el retorno a la vigencia plena de la Constitución Nacional en el país.
Aquella noche, cuando el pueblo se anotició del fallecimiento de Alfonsín, la ciudadanía sintió que se había apagado el corazón no sólo de un político de raza, un demócrata, honesto a carta cabal, sino el del “padre de la democracia”, condición que mucho tiempo antes muy a su pesar -ya que no era afecto a los reconocimientos personales- se le había conferido.
Ya nadie discute, desde la honestidad intelectual, lo que Alfonsín significó para que en el país, con el retorno a la democracia hubiese justicia. Fue su gobierno el que impulsó la constitución de la Conadep y garantizo la plena independencia de los jueces para ellos actuaran y determinarán las responsabilidades de los jerarcas de la dictadura que habían ordenado y desatado el horror de la violación a los derechos humanos que se había producido con ellos en el poder.
Y entonces el llamado Juicio a las Juntas Militares se convirtió no sólo en un símbolo de su gobierno sino que desató la admiración del mundo por en ningún país del planeta hasta ese momento –y aún en el presente- se había juzgado a militares responsables de actos de genocidio de la magnitud como el que se había producido desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
Alfonsín, tampoco nadie lo pone en tela de juicio, cumplió su misión de llevar adelante la consolidación de la democracia al entregarle, antes de concluir su mandato, los atributos de mando a otro presidente elegido a través del voto popular en 1989 al advertir que la meta que se había auto impuesto se había logrado
El país, por aquellas horas se paralizó. Nadie olvida a aquel hombre que ya entró en la historia y al que, como no podía ocurrir de otra manera, se le reconoce su conducta moral y política, no haberse apartado ni en un ápice de lo que, en su momento, se había propuesto realizar desde el gobierno si el pueblo, como finalmente ocurrió un 30 de octubre de 1983, lo elegía presidente.
Por su conducta, su honradez y su empeño por devolverle la paz y la vida a los argentinos, por su tenacidad para llevar adelante aquel gobierno democrático aun soportando los efectos de las políticas de los militares que había devastado el país en su tejido social y en sus posibilidades de desarrollo, por haber sentado las bases de una “democracia para siempre”, los argentinos, cada 31 de marzo, evocamos su figura y volvemos a reivindicarlo como el “padre de la democracia”.