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‘Mis 42 años disfrazada de hombre para que a mi hija no le faltara el pan’

‘Me afeité la cabeza, me puse un turbante’. Así fue cómo la menuda Sisa se hizo peón de albañil y limpiabotas. Al enviudar su familia le decía que no era respetable que una mujer trabajara. Ella se rebeló. ‘Cuando me descubrían me insultaban y acosaban’

 

HOMBRE Me llamo Sisa Abu Dauh. Nací en 1950 en Al Aqaltah, un pequeño poblado de felahin (campesinos), a unos kilómetros del Luxor de los templos y tumbas de faraones que visitan los forasteros. Yo, en cambio, nunca salí de mi aldea. No fui a la escuela. No sé leer ni escribir. Era apenas una muchacha cuando me casé con un señor de Qena [ciudad y capital de una provincia del Alto Egipto, a 50 kilómetros al norte de Luxor]. No recuerdo bien la edad que tenía entonces, pero no más de 20 años. Enviudé poco después. Mi marido murió en el sexto mes de mi primer y único embarazo. Lo pensé y tomé una decisión: si nacía varón se lo entregaría a la familia paterna. En el caso de que el bebé resultara ser hembra, me haría cargo de su cuidado y educación. Lo tenía claro: le dedicaría mi vida. Y di a luz a una niña. La llamé Hoda y a partir de entonces juré que jamás le faltaría un pedazo de pan que llevarse a la boca.

Luego comprendí que cumplir la promesa no sería sencillo. Mi familia tenía otros planes para mí. Mis hermanos quisieron casarme de nuevo y por el salón de nuestro hogar desfilaron pretendientes de todas las edades. Siempre les recibí, les ofrecí un té y rechacé amablemente la oferta de una boda que me habría obligado a dejar a mi hija en el regazo de la familia de mi difunto esposo. En casa no entendían cómo una viuda indefensa y sin ingresos podría sacar adelante a su criatura. Sugerí mi intención de buscar un empleo con el que arañar unas cuantas libras. Se negaron. No era respetable -argumentaron- que una mujer saliera cada mañana a la calle para ganarse el jornal. Entonces hallé una solución. Si una mujer -me dije- no podía trabajar, no me quedaba otra que ser hombre.

La fuerza de 10 hombres

Me afeité la cabeza, me puse un turbante y oculté mi figura bajo una holgada galabiya (túnica). Y, como cualquier otro muchacho de mi pueblo, me fui a buscar un sueldo por escaso que fuera y por penoso que resultara el trabajo. Era joven y todavía tenía la fuerza de 10 hombres. Me partí el lomo como el que más. Primero me marché a Asuán, a 200 kilómetros al sur de Luxor siguiendo el curso del Nilo. Trabajé en el campo empuñando la hoz. Después me hice peón de albañil. Durante siete años fui uno más de la cuadrilla. Como el resto de mis compañeros transporté sobre mis hombros espuertas cargadas de cemento. Nunca me quejé. Y eso que me enfrenté a no pocas molestias.

Cuando descubrían mi secreto, me insultaban y acosaban. Curada de espanto, no me volví a separar de una estaca de madera. También me cargué de paciencia. Llegué a la conclusión de que me convenía ser ciega, sorda y muda. Ignoré los ataques que se mofaban de mi aspecto y de que trabajara para alimentar a mi hija. Pero he de decir que, en la mayoría de los casos, los hombres con los que compartí tareas agrícolas y faena a los pies del andamiome miraron siempre como a un hombre. Lo que cuenta es que trabaja bien, solían decir para saciar la curiosidad de los extraños. Y todos felices.

Había ocasiones incluso en las que al atardecer, concluida la jornada, me reunía con mis colegas de tajo en los cafés del pueblo. Bebíamos té y fumábamos cigarrillos. Con el tiempo, empezaron a llamarme Abu Hoda (el padre de Hoda) y aceptaron que rezase con ellos en la mezquita.

Han pasado ya 42 años desde aquella mañana en la que crucé la puerta vestida de hombre. No me arrepiento. Nunca dediqué demasiada energía a ocultarme. Cuando me flaquearon las fuerzas y aparecieron los primeros achaques, cambié la obra por un oficio más cómodo: limpiabotas. Aún sigo dando lustre a los calzados de los hombres que recorren las calles polvorientas de Luxor. Arrastro por la ciudad mi cajón de madera con betunes y trapos que hace tiempo compré por un módico precio. Gano a diario alrededor de 20 libras egipcias [alrededor de dos euros]. No es ninguna fortuna porque tengo a cargo a mi hija, su marido y seis nietos. Su esposo es también pobre y está enfermo. Soy la única que lleva algo de dinero a casa.

Camino con la cabeza alta. Ella no sólo es mi madre sino también mi padre y todo en mi vida. Es una mujer muy fuerte. Nunca ha aceptado ninguna humillación y es una señora muy humilde. Incluso en casa viste de hombre”, confirma a Crónica su hija Hoda.