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La tragedia educativa argentina: docentes, madres y especialistas analizan el año sin clases presenciales y proyectan su impacto

Problemas reportados: mi computadora y celular están rotos, tengo mala conectividad, no entiendo la plataforma, mi wi-fi es inestable, mi PC no funciona bien.
La lista sigue: comparto computadora con mamá, comparto computadora con toda la familia, no tengo computadora, mi PC está en reparación, mi netbook está bloqueada, no tengo espacio para estudiar en mi casa.
Y sigue: ayudo a mis abuelos con las compras, me da dolor de cabeza usar mucho la computadora, en casa hay un familiar enfermo.
Un preceptor de una escuela pública llamó a las casas de los alumnos, una por una. Les preguntó a los chicos y a sus padres por qué no se conectaban con las actividades escolares y se topó con esa variedad de respuestas.
En esa escuela -y en otras dos secundarias técnicas porteñas- Sebastián Katz da clases. En total tiene 63 alumnos. Entre ellos, dice, con 34 no tuvo ningún contacto desde que empezó la cuarentena. Ahora está cerrando notas: aprobaron tan solo 12, de los cuales ocho pasaron con lo justo.
“En escuelas técnicas tenemos muchas materias prácticas, la no presencialidad frustra a todos y es lógico. Primero la cuarentena era de quince días, después otros quince, y otros quince y así… no hubo una hoja de ruta. Se está viviendo una tragedia educativa. El cierre de las escuelas expuso y acrecentó la desigualdad”, le dijo Katz a Infobae.
Desde el domingo 15 de marzo, el día en que el ministro de Educación nacional Nicolás Trotta definió el cierre, hasta hoy, pasaron ocho meses y medio. La educación nunca fue considerada una actividad esencial. Ya hace dos meses el país entró en una curva descendente de contagios, pero solo se logró que el 1% de los alumnos (127 mil sobre casi 11 millones) termine el ciclo lectivo con clases presenciales. A eso se le suma un número indeterminado de estudiantes que desde octubre sostienen alguna actividad de revinculación, una o dos veces a la semana como mucho.
Del otro lado del mapa, Europa expuso la lentitud local. La mayoría de sus países dieron un giro radical en su estrategia contra el coronavirus. Mientras atraviesan su segunda ola, que incluso golpea con más intensidad que la primera, están dispuestos a restringir actividades sociales, cerrar fronteras, reducir la movilidad, pero no renuncian a la educación presencial.
El título de tragedia educativa se ajusta al contexto. En un país con el 64,1% de los niños y adolescentes por debajo de la línea de pobreza, la escuela -como institución, pero también como establecimiento- tiene un rol central. El impacto del cierre tan prolongado en términos de aprendizajes, deserción escolar, pérdida de capital cultural y secuelas socioemocionales aún no se llega a dimensionar.
Guillermo Jaim Etcheverry, presidente de la Academia Nacional de Educación, publicó en 1999 La tragedia educativa. La tesis de su libro, en pocas palabras, decía: la mayoría de los padres argentinos cree que la educación en general está en crisis. Pero al mismo tiempo, esos mismos padres argentinos creen que sus hijos reciben educación de calidad. A principios de año, antes de que se desatara la pandemia, actualizó su libro con un título elocuente: Educación. La tragedia continúa.
Si algo tuvo de positivo el cierre escolar, fue que involucró definitivamente a las familias en la educación de sus hijos e incluso las hizo irrumpir en el debate público. Tanto que se organizaron y en algunos casos salieron a las calles a pedir por educación; algo impensado prepandemia.
Jaim Etcheverry no es tan optimista en torno a los motivos de ese compromiso. “La calidad no parecería constituir una preocupación fundamental de las familias. El reclamo va más en el sentido de las consecuencias sociales y emocionales que han experimentado los chicos. El lema parece ser ‘la emoción primero, el saber después’”, planteó, al mismo tiempo que consideró que la tragedia educativa ahora tomará ribetes todavía más dramáticos. “Lógicamente esta experiencia, además de la pérdida de aprendizajes, ha incrementado la desigualdad y agravado la deserción, lo que resultará muy difícil de recuperar”.
Para intentar mensurar el impacto del cierre escolar, un paper que realizó David Jaume, investigador del Banco de México, da algunas pistas. En su investigación analizó los efectos de la pérdida de medio año de clases en primaria entre los ’80 y ’90 a raíz de un extenso paro docente en la Argentina. Descubrió que no asistir a la escuela durante tanto tiempo se asocia a menores ingresos en la adultez (3% menos tomando medio año y 6% un año completo) menor participación laboral y menos posibilidades de terminar la secundaria y la universidad.
Claro que los efectos, en este caso, se mitigarían porque durante la cuarentena los docentes continuaron trabajando y hoy se cuenta con herramientas digitales que no existían décadas atrás. Sin embargo, serán justamente los chicos que no disponen de esas herramientas los que más sufrirán el golpe de la pandemia. La evaluación de la continuidad pedagógica, que el Ministerio de Educación difundió en julio, arrojó que el 10% de los alumnos -más de un millón de chicos- no tuvo contacto con la escuela durante la cuarentena. Cuatro meses después muchos más estudiantes pudieron haber quedado en el camino.
Es que ya de por sí los tres meses de vacaciones de verano suelen dejar un tendal de alumnos que se caen del sistema. Solo basta trasladar ese efecto a todo un año calendario con las escuelas cerradas, de marzo de 2020 a marzo de 2021. “Atravesamos muchas crisis argentinas y siempre el impacto se reflejó en el abandono escolar de los jóvenes de contextos vulnerables, pero esta vez estamos frente a una situación sin precedentes, los estudios más optimistas estiman que 1.500.000 jóvenes abandonarán la escuela”, señaló Marcelo Miniati, director ejecutivo de Cimientos, una ONG que acompaña a adolescentes vulnerables para que terminen la secundaria.
“Estamos ante el mayor desafío educativo de la historia argentina. Un año entero sin clases presenciales en nuestro país significó más desigualdad y más inequidad educativa. Los jóvenes de contextos vulnerables, por falta de dispositivos electrónicos, mala conexión a internet, hogares inadecuados para el estudio y familias sin el capital social y educativo para poder acompañarlos, han sido y serán los más perjudicados. Es urgente garantizar el derecho a la educación. Estamos hipotecando el futuro y perpetuando una Argentina desigual”, agregó.
La experiencia de los docentes en primera persona
Bruno Videla es profesor de secundaria en la Ciudad de Buenos Aires. Él divide este año singular en momentos muy marcados. Al principio, cuando se suspendieron las clases presenciales, reinó el desconcierto porque nadie sabía qué respuestas ofrecer ni mucho menos por cuánto tiempo se extendería el cierre. Ya cuando se olía que iba para largo, las escuelas empezaron a trazar estrategias más claras de continuidad a distancia y la participación de los alumnos fue dentro de todo positiva. Hasta que llegó el anuncio de que ningún alumno repetiría de año. Ese mensaje, dice, “fue una bomba” que generó que los chicos que intentaban seguir conectados bajaran los brazos.
“Antes del receso, los chicos que se conectaban -alrededor de un 50%- lo veían como una novedad, con cierto entusiasmo, pero duró poco. Después del receso hubo un quiebre. Varios estudiantes quedaron en el camino. Los tutores y docentes se comunicaron con las familias. Se encontraron con que los chicos estaban desanimados, que había conflictos en el hogar por la incertidumbre en el empleo, que no tenían espacio para estudiar”, comentó.
El profesor da clases en tres escuelas: una en Belgrano y dos nocturnas, una en Flores y la otra en Saavedra. Las diferencias fueron “notables”. Mientras que en la de Belgrano pudieron seguir porque contaban con plataformas, en las nocturnas solo recibió un puñado de trabajos prácticos de sus alumnos. Entre las tres escuelas, tiene 184 alumnos. Solo 77 entregaron los 5 TPs del cuatrimestre, varios de ellos fuera de término.