Por Gabriel Sánchez Sorondo
De La Noche de los Bastones Largos al corte de pelo en las comisarías, la dictadura de Juan Carlos Onganía cayó con fuerza sobre uno de los momentos culturalmente más ricos de la Argentina, cuando el país era cuna de vanguardias mundiales. El Estado fundamentalista de 1966 truncó, hasta donde pudo, esos focos “disolventes”.
Además de responder a un plan económico liberal, Onganía construyó un enemigo confuso pero orgánico en su imaginario: hippie, comunista, homosexual, drogadicto, extranjero, o portador de lo extranjerizante en desmedro de nuestra solidez esencial. Fue un general de inteligencia limitada, esencialmente moral en su propia percepción.
Devoto de las cruces y el rigor. Probablemente haya sido veraz en sus convicciones. Quizás el único, por ser el primero; casi una prueba experimental de utilidad para los golpistas que seguirían. Comenzaba una segunda tanda de dictaduras, apenas interrumpida por dos años fugaces de accidentado peronismo.
En 1966, cuando se perpetró el golpe al presidente Illia, la vitalidad cultural no estaba de rodillas ni implorando. Todo lo contrario: explotaba de vitalidad, de impertinencia, de ocupación de espacios, de reformulación de lenguajes. Por eso, el avance oscurantista del general “morsa” resultó, cual comedia que se vuelve drama, un capítulo alegórico de los tiempos que venían.
El golpe iba contra una efervescencia cultural en su apogeo. Buenos Aires era una de las capitales con más librerías del mundo; de Rosario llegaban Los Gatos haciendo un rock lírico, único en castellano; las experiencias disruptivas del Instituto Di Tella; la vanguardia científica impulsada por la universidad pública en su mejor momento involucrada con el tejido social, todo hablaba de un país que no coincidía con las expectativas del onganiato y los suyos.
Donde los poderes económicos vieron una amenaza, los custodios de la tradición colaboraron con el fantasma. Y se dedicaron a perseguirlo a palazos. Empezaron, claro, por el temido conocimiento; el árbol del bien y del mal. Donde nace la duda, que es germen de la desobediencia y requiere el garrotazo.
Se autoproclamaba Revolución Argentina aunque era la antítesis de toda revolución y lo más parecido a la reacción del status quo intentando evitar que todo cambio ocurriese,
A Dios rogando y con bastones largos dando, el 29 de julio de 1966, efectivos de la Policía Federal entraron a cinco facultades de la Universidad de Buenos Aires y se llevaron en camiones, bastonazos mediante, cientos de detenidos. Los apaleados eran estudiantes, profesores y graduados que habían ocupado las casas de estudio en rechazo a la intervención militar en los claustros por parte del flamante golpista Onganía, ocupador ilegal, él mismo, del Gobierno nacional.
El historiador Tulio Halperín Donghi, la meteoróloga Eugenia Kalnay, el epistemólogo Gregorio Klimovsky, la médica psiquiatra Telma Reca, la física atómica Mariana Weissmann y el físico Manuel Sadosky, fueron algunas de las eminencias desalojadas a palazos en esa gesta heroica de las tropas onganiescas.
Previo a la larga noche que empezó ese 29 de julio, la UBA autónoma había creado el CONICET, la editorial Eudeba; las carreras de Sociología y Psicología; había avanzado socialmente en una masiva alfabetización a través de su extensión universitaria, y otros logros que daban cuenta a los guardianes de una inquietante movilidad, en todos los sentidos del término.
Algo en particular obsesionó a las dictaduras argentinas: el tiempo. “No hay plazos sino objetivos” decían, desafiando a Cronos.Pero el tiempo había empezado a correr más rápido que antes en todo el planeta. La pureza de la misión, fue entonces contra quienes reflejaban la velocidad de esa mutación de los símbolos culturales. La música popular de las ciudades, lo que empezaba a entenderse como rock, incipiente y experimental, encarnaba esos espectros y fue uno de los enemigos identificables.
Las cavernas
Encarnado prototípicamente en el hippie, el rock era un monstruo ideal: ropa “femenina”, barba… pelo largo. La música gutural y, lo peor: le hablaba a nuestros jóvenes.
Antes de que terminara 1966, palazos enderezadores no tardaron en llegar a puntos donde los rockeros celebraban sus aquelarres: La Cueva, locallegendario de la calle Pueyrredón al 1700, pronto atrajo a los vigilantes.
Era un reducto de jazz donde avanzada la noche se reunían a tocar músicos con información y formación variada, como Javier Martínez, baterista de origen jazzero que fundó Manal, el primer trío de blues en español del mundo, Pappo, Sandro, Pajarito Zaguri, el poeta Pipo Lernoud, el mítico Tanguito, el omnipresente Moris.
Allí llegó, con la cruz y la espada, la fuerza. Batallaba contra enemigos inéditamente numerosos y activos. No eran ya sólo trabajadores y anarquistas; estos hijos o nietos de los obreros apaleados en la década del treinta se reproducían entre la clase media. Querían subvertir los valores occidentales y cristianos con ideas foráneas.
El pelo y el tiempo, había que detenerlos. Por eso todo lo que cambiaba, lo que estaba en cambio, era enemigo. De la mano de tamañas convicciones llegaron las famosas razzias. En La Cueva o La Perla del Once, entre otros puntos, se volvieron costumbre, y la “averiguación de antecedentes”, una rutina por la que pasaron los próceres del rock nacional. Aunque no con exclusividad.
Movimientos de renovación folclórica, como el de la Nueva Canción, que involucraba a Mercedes Sosa, Oscar Matus, Armando Tejada Gómez, Hamlet Lima Quintana, César Isella, recibían inesperadas visitas de la ley en peñas y teatros, cuando no prohibiciones directas, como la del censurado disco de Horacio Guarany “Viva Chile” en agosto del ´67.
Conciertos importantes y artes escénicas también tuvieron lo suyo cuando insinuaban lo inaceptable. La autodenominada Revolución Argentina prohibió las representaciones del ballet “El mandarín maravilloso”, de Béla Bartók, “La consagración de la primavera”, de Ígor Stravinsky, y el estreno argentino en el Teatro Colón de la ópera” Bomarzo” ,de Alberto Ginastera y Manuel Mujica Lainez, que venía de estrenarse en Washington con gran éxito.
Con cierta candidez, que sin embargo indignó a los cancerberos morales, Mauricio Birabent, es decir, Moris, cantaba “Rebelde me llama la gente/ rebelde es mi corazón/ soy libre y quieren hacerme/esclavo de una tradición”.
Referían también los letristas Cantilo/Durietz en la emblemática “Marcha de la bronca”, que era “mejor tener el pelo corto que la libertad con fijador”. Más allá de la metáfora capilar lo cierto es que las palabras denunciantes y denunciadas confluyen en un mismo sentido: la lucha era entre los movimientos y su contrapartida: fijar, retener, detener ese tiempo (y a sus portadores) en particular. No era cualquier tiempo el que corría.
Baños públicos y otras conspiraciones
Entre las artes visuales, hubo templos como el Instituto Di Tella, donde siempre parecía ocurrir un salto al futuro. En palabras de la artista Margarita Paksa “en ese ambiente de experimentación, de diálogo productivo, habíamos conquistado nuevos caminos, como el del arte conceptual de manera simultánea con lo que sucedía en los Estados Unidos”.
Ese suceder, sin embargo, no ponía contento al mandatario de facto. Así, a raiz de una denuncia anónima, el 22 de mayo de 1968 la policía allanó la sede del Di Tella, en Florida 936. Excepcionalmente, no a los bastonazos, pero sí con las armas en la mano, para “detener” a una obra que, al parecer, infringía la ley o la decencia.
El episodio resultó tragicómico y hasta podría haber constituido un hecho artístico en sí mismo: los uniformados clausuraron dos baños, de mujer y varón respectivamente. Pero no eran verdaderos baños, sino una única obra de arte, de Roberto Plate (tenía entonces 27 años de edad) que consistía en dos puertas confluyentes a una misma sala sin sanitarios.
En realidad, sin nada, salvo cuatro paredes en donde, espontáneamente, a la gente le había dado por escribir cosas. Según la denuncia, algunos visitantes inescrupulosos cayeron en excesos y plasmaron “frases atentatorias a la moral y frases de carácter político”